Rebeca vital

Rebeca vital
Cuernavaca, Morelos (2010)

viernes, 24 de junio de 2011

Las últimas nueve horas

Las últimas nueve horas  

(Para Rebeca López García, in memoriam)
Por Alejandro García Vicente
Marzo de 2011



Me sorprendió mucho saber que en los recientes cinco días, justo cuando me dio una fuerte gripa que no me permitió ir a verte, te volviste a agravar. Las últimas veces que hablamos por teléfono te escuché igual o peor que como entraste al hospital, hacía casi tres meses. ¿Qué estaba pasando? Ya estabas bien, ¿qué no? Estábamos esperando a que te desinflamaras un poco más. El doctor, el que me había dado buena espina, el de mayor edad, estaba por darte de alta. Un sábado antes habíamos salido al jardín del hospital, fuimos al patiecito en donde está la capilla abandonada, platicamos muy bien, incluso te hice reír con mis albures y ya no tosías. ¡Pinche gripa que me dio! Tantito me distraigo y ve qué chingaderas pasan.

El viernes 11 (Febrero 2011), en la noche, te escucho muy mal, la pobre de Nadja no se ha apartado de ti, sigue atenta, ahí en ese horrendo sillón negro, cubierto de imitación piel. Te pasa el teléfono. Apenas me escuchas, tu oído “bueno” se niega a percibir mi angustia. Me dices que estás preocupada porque te han indicado que si no reaccionas bien con esta nueva medicina van a tener que tomar decisiones más drásticas. Te pregunto por tu hinchazón y me respondes que estás como al principio, como luchador de sumo. Jadeas al hablar, se oye que te falta el aire. Te aseguro que, sin falta, al día siguiente voy a estar ahí, con todo y mi bichos de la gripa.

El sábado por la mañana recibo mensaje de Mowgli, a quien le toca la guardia de ese momento, y me dice que te van a entubar. Le marco inmediatamente y le pregunto que por qué, que qué poca madre. Él me explica que Vicky y Nadja están adentro averiguando eso y que incluso hay posibilidades de sacarte de ahí. Busco a Nadja en su cel, pero no me contesta, me empiezo a preocupar. Le marco a tu hermana, la doctora Vicky. Al segundo intento me responde: “Estoy en la administración firmando unos papeles, me llevo a Rebe de aquí.” “¡¿Cómo -le pregunto-, por qué?!” “La quieren entubar”, me contesta. Me sigue explicando que la guardia matutina, al no notar mejoría alguna con el nuevo tratamiento, y al verte tan grave, han decidido enturbarte para ganar tiempo. “¡Qué poca madre!, exclamo. Si quiere, doctora, demandamos”. “No, me dice, lo que quiero es ya llevarme a Rebe de aquí. La vamos a internar en la clínica en la que trabajo. Allá nos van a dar todas las facilidades de antención. Ya me voy. Seguimos en contacto”.

¡Puta madre! ¿y ahora? ¿qué vamos a hacer? Le marco a Nadja. Ahora sí me contesta. La pobrecita está súper nerviosa recogiendo todas tus pertenencias: tu enseres de baño, tu pants rojo, tus libros, tu cuaderno de tareas de la clase de chino, tus miles de radiografías que se han ido acumulando en estos meses, tus sandalias y tus tenis Puma. Tu celular no, porque te lo robaron ahí mismo, para acabarla de chingar. Documentos del trabajo.
“Nos la estamos llevando a Neza, a la clínica de mi tía –me dice Nadja. La ambulancia está por llegar”. Le pido que trate de calmarse, que con su tía Vicky al frente —como siempre— las cosas van a salir muy bien. Que yo las alcanzaré en un rato más. Cuelgo. Tengo escalofrío. Por primera vez en casi tres meses pasa fugaz un pensamiento sombrío. “¡No, me repito, Rebe es fuerte. Además, me prometió que le iba a echar ganas en estos últimos días.” Me visto rápidamente, le aviso por teléfono a Miel que voy a salir. Agarro mi eterna mochila negra (la que me regaló Tico) y me voy al metro Mixcoac rumbo a la estación Guelatao. Olvidaba comentar que fue Ricardo, tu sobrino, el que me explicó cómo llegar. Muy buena orientación, por cierto.

Después de tomar la pesera correspondiente llego a la famosa avenida, la del camellón enmedio y me dirijo a la calle de la clínica. El rumbo me es familiar. Me recuerda la colonia en donde crecí, allá por CU. Me da escalofríos. Además se siente que vuelve el frío (después de dos semanas de clima más o menos agradable, el cual te permitió salir a dar tus caminatas por los rincones del hospital de Tacuba), medio nublado, todavía tengo gripa por eso traigo todo el tiempo el cubreboca (creo que todos deberíamos ponernos cubreboca cuando andamos enfermos, sobre todo los que utilizamos el transporte público, ahí es el contagiadero). Por fin llego. Entro a la pequeñísima recepción. Me está esperando Mowgli, con su porte adusto, como siempre. No sé qué pensar. Lo saludo y me dice que suba, que arriba están Beto (tu sobrino) y Vicky. A pesar de lo estrecho de las escaleras, las instalaciones me parecen agradables, limpias, mucho más acogedoras que el hospital general. Toco la puerta y Vicky me dice que pase. El corazón me da un vuelco, se me quieren salir las lágrimas, no eres tú, Rebe, a la que estoy viendo. Es otra persona. No es la Rebeca que practica Tai-Chi, la que camina con prisa en los pasillos de la oficina o en la calle, a la que le brilla el largo pelo oscuro, la que practicó Kung-Fu y danzas chinas en su juventud, la que cargaba al mismo tiempo a Nadja y a Mowgli en los interminables pasillos del metro. No eres tú, que me la regresen, por favor. Me duele verte tan encogida, tan encorvada, con los ojos muy abiertos por la dificultad de respirar, con los labios resecos y casi morados, con el pelo opaco, amarrado en una trenza (la eterna trenza con la que te cremamos. Nadie alcanzó a advertir que a ti te gustaba el pelo suelto, libre, como tu espíritu). Hago mi mayor esfuerzo y te sonrío. Saludo a Beto y a Vicky. Voy hacia tí, me abalanzo para darte un gran abrazo y un beso. Apenas puedes hablar. Se te escucha respirar con muchísima dificultad. Me explica Vicky que estás mal, muy mal, que te van a observar las siguientes 24 horas para ver cómo respondes a los medicamentos, para saber qué arrojan tus análisis y para que te fortalezcas un poco más. Tú tratas de leer nuestros labios, nada escuchas. Me dices que estás cansada, ya no aguantas estar recargada en la mesita de rueditas, la de los alimentos y las medicinas, que no puedes acostarte porque te asfixias, que no puedes pararte porque te pusieron un catéter y estás muy débil para sostenerte en pie, que no has probado alimento, pero sí un poco de líquido.

Mientras Vicky y Beto bajan un momento, me pongo a ordenar el cuarto (disculpa, esta manía cada vez se agrava, qué le voy a hacer). Es mucho más cálido que el del Hospital de Tacuba, bien cuidado, con un sofá-cama como Dios manda, una pantalla de plasma con señal de cable, un baño muy bien puesto y mucha ventilación. Todos tus aparatos son de un modelo reciente. Tocan a la puerta, abro, es tu hermano Roberto. Va directo hacia ti y estalla en llanto, mientras te abraza. Volteas a verme, entiendo tu mirada y me retiro. Al cerrar la puerta me vuelve a entrar la tristeza, sobre todo porque las apariencias engañan y, tras una actitud tan recia y aparentemente insensible, como la de tu hermano, nos podemos dar cuenta que el miedo nos convierte en los seres más vulnerables del universo.

En esas reflexiones estoy cuando suben Vicky, Beto y Mowgli. Entramos todos. Roberto se despide de prisa y se lleva a Mow. Es tarde, casi las diez de la noche del sábado 12 de Febrero. Vicky dice que es tiempo de empezar la guardia nocturna. Te pregunta: “Rebe, ¿quién quieres que se quede contigo?”. Volteas a ver a cada uno de nosotros: Vicky, Beto, a mi... Con la mirada, le dices a Vicky que quieres que ella se quede contigo. Le explicas que posiblemente esa noche sea de muchos cuidados y atenciones y que prefieres que se quede contigo la doctora. Me pareció bien tu argumento (dentro de mí pensé: esta noche es decisiva). Mowgli sube y me pregunta si quiero un aventón. Le respondo que sí. Me despido de ti, te persigno (como lo he hecho en los últimos meses, aunque sé que ese ritual nada significa para ti). Creo que lo hago más por mí que por ti. Te doy un beso y un abrazo fuerte y te aseguro que muy temprano, por la mañana, llego a sustituir a Vicky. Tengo miedo de dejarte. Me miras y sonríes como dándome a entender que te quedas en buenas manos. En la calle subimos al coche de Vicky, que ahora está manejando Roberto. Saludo a alguien adentro (después me enteré que se trataba de Saúl, tu hermano mayor. Él no había pasado a verte). Hay otro chavo que parece que trabaja con Roberto. Los tres vienen juntos porque habían tenido evento esa tarde. Me quedo sentado, atrás, en la orilla y me desconecto de su charla. Veo pasar las luces del alumbrado público, empieza a hacer frío, las calles me parecen tan tristes y solitarias, traigo un nudo en la garganta que no me deja concentrarme en los demás, ya me quiero bajar. Providencialmente se aparece en nuestro camino el metro Puebla. Le pido a Roberto que me deje ahí. Me pregunta que si estoy seguro y se orilla. Me despido y les digo a todos que a la mañana siguiente voy a estar contigo. En el andén se siente más frío porque está al aire libre. Esa estación en particular la conozco muy bien porque era mi camino diario de regreso a casa, después de recoger a Miel, de dos o tres años, con su abuela materna. En uno de esos rincones sucedió aquella anécdota que alguna vez te conté, que me dijo que quería hacer pipí y resultó popó. Me sonreí al recordarlo. No sé si había concierto en el Foro Sol, el caso es que subieron y bajaron chav@s darket@s, muy en su onda. Apenas si volteaba a verlos. Después de una hora y media llego a casa. Miel no está porque anda con su mamá. Lolita me pide de comer. Me lavo la cara y los dientes y me meto a la cama. Me suelto a llorar desconsolado. Por primera vez está pasando la imagen de la muerte por mis pensamientos. Tengo mucho miedo. Rezo mis oraciones y me quedo dormido.

Está oscuro cuando suena el despertador: 6 AM del domingo 13 de Febrero de 2011. ¡Qué pinche frío se siente! Ahora sí me cala, y eso que mi actual casa es bastante cálida. Por supuesto que Lolita está metida entre el cobertor, enmedio de mis piernas. Entro a bañarme. Como algo de fruta y una quesadilla, meto más fruta y unas galletas cero azúcar en mi mochila, le dejo de comer a Lolis y me voy de nuevo al metro Mixcoac. El frío me acuchilla los cachetes y la nariz. Además, está un poco nublado. En el metro Guelatao se tarda en llegar la pesera. Hay una buena fila. Todos tiritamos. Es una combi, como las de antes ¿te acuerdas? En las que viajábamos a todos lados, cuando chavos. Llego a la consabida avenida del camellón. Estoy en el hospital. No me había dado cuenta que frente a la clínica está un pequeñísimo estadio de futbol, pero me dicen que no es el Neza 86, ahí donde la Dinamarca de Larsen goleó al Uruguay de Francescoli. Subo y veo que Vicky y Beto te están terminando de dar un baño de esponja y te han peinado, con una trenza que te acompañará hasta tu hora final. Faltan unos minutos para las nueve de la mañana. Me sorprende verte tan recuperada. Pienso: “Sí la libraste, Rebe”. Ya no tienes los ojos tan abiertos, ni los labios morados. Te ves de mejor ánimo. Hablas más fuerte y sonríes.

Vicky me dice que, si bien no pasaste una noche en calma, por lo menos no empeoraste, como era el pronóstico. Me explica que te van a seguir haciendo análisis el resto del día y que por la noche se decidirá si te entuban o no. Tienen que airearte los pulmones. Veo que has probado más líquido. Vicky se ve cansada, Beto también. Antes de retirarse me encarga poner atención para cuando el doctor (el director de la clínica) pase a la revisión matutina. Le digo que no se procupe, que yo ahí estaré hasta la hora en que llegue Nadja, quien me va a relevar. Nos dejan solos y, antes de cualquier cosa, me pongo a ordenar el cuarto y el baño.

10 AM.

La enfermera pasa a revisar tus medicamentos y a checar tus signos vitales. El aparatito que marca todo eso está de lujo, con gráficas de colores y toda la cosa. Pregunta si te han dado de comer. Por supuesto que nada escuchas. Ella ve que todo el tiempo traigo el cubreboca y se lo pone. Le pregunto cuánto debe decir cada gráfica del aparatito, la verdad ahora no recuerdo qué cantidades debía indicar, la cosa es que estás muy baja de todo, incluso del ritmo cardíaco. Cuando sale me siento a tu lado, casi sobre la cama, me acaricias el pelo y me preguntas cómo sigo. ¡Otra vez el chingado nudo en la garganta que no me deja hablar! Afortunadamente no alcanzas a percibir lo acongojado de mi voz (días después Mow me platica que a él le pasaba lo mismo, que no te dabas cuenta de que se le quebraba la voz al responderte). Te tomo de la mano y te digo que bien, pero que tú debes de seguir echándole ganas, como en los últimos meses: “Tres días más, Rebe, qué son tres días más. Vas a ver que todo va a salir bien”. Sonríes, pero me dices que estás muy cansada. Según recuerdo, me vas a repetir lo mismo dos veces más en las siguientes horas.

11 AM.

Respiras mejor. Trato de concentrarme para que mi buena energía te llegue. La habitación se ilumina porque, por fin, salió el sol y su luz entra por el ventanal. Volteas a ver los árboles, los pájaros y el cielo, te noto una expresión extraña, no es melancolía, no es felicidad, es simplemente concentrarte en el paisaje para que nunca se te olvide. (Más tarde volverás a hacer este ritual). Trato de apartarme esos pensamientos y te pregunto si quieres ver algo de tele. Me dices que sí aunque no escuches. Le pasamos a los canales, nada que nos llame la atención. Finalmente la dejo en un canal internacional de noticias. La cosa en Egipto está de la chingada, Mubarak tiene los días contados, y está cabrón porque toda el África septentrional parece que se puso de acuerdo para liberarse de sus tiranos. Ves, ávida, las imágenes, mueves la cabeza. Mientras observamos las noticias te doy masaje en los pies, en las piernas, en la espalda y en los ganglios del cuello. Tienes todo el cuerpo muy tenso y muy frío. Aunque me dices que, de repente, te da muchísimo calor y hasta sudas. Esto ya te venía sucediendo en las últimas semanas, incluso me llegó a pasar por la mente que tal vez la enfermedad te adelantó los síntomas de la menopausia. ¿No será por eso que no has tenido tu periodo en las semanas recientes? No creo que haya ocurrido el milagro de la reversión de la salpingo, como te llegaron a comentar. Te propongo que una almohada, junto con una colcha doblada, las pongamos en la mesita de los alimentos para que estés mejor recostada. Fue muy buena decisión porque te duermes un rato.

12 PM.

Llevas dormida más de media hora. No te he quitado un ojo de encima. He dado quién sabe cuántas vueltas alrededor de tu cama. He revisado quién sabe cuántas veces el aparatito de las gráficas de colores. Parece que los niveles van mejorando. La enfermera entró pero no pudo checarte porque estabas dormida. Dijo que volvería, que el doctor no tardaba en llegar. Cerca de la una te despiertas, creo que sí has descansado un poco. Me sonríes. Te acaricio la cabeza y te vuelvo a secar el sudor de la frente. Estábamos en esas cuando entra el doctor. No se me va a olvidar su expresión de sorpresa al verte (créeme que sí me convencí de que te estabas recuperando). Vio el aparatito de los colores y asintió. Le dijo a la enfermera que le mostrara el reporte de las últimas horas, siguió asintiendo. Yo no cabía del gusto. “Vamos bien, Rebe, a’í la llevas”, pensé. Revisó la cantidad de orina depositada, checó tu respiración y los latidos de tu corazón. Revisó el tamaño y color de tus pies y manos, el aspecto de tus ojos. Le dijo a la enfermera que te cambiara uno de los medicamentos y que reforzara otro. La verdad no recuerdo ninguno de los nombres, soy pésimo para las medicinas, los nombres me dan pánico escénico. Me preguntó que si habías tomado líquido, le dije que sí, que bastante, y le pregunté que si eso estaba bien, dijo que sí. Le indicó a la enfermera que se te diera de comer. La enfermera se sorprendió de la orden, pero tomó nota. “¿Qué se le va a dar de comer, doctor?”, preguntó. “Lo normal, lo que ella tolere”, respondió el doctor. Créeme Rebe que yo juraba que te estabas recuperando, que, bendito sea Dios, todo estaba saliendo bien. De verdad, nunca me pasó por la cabeza que el doctor te estuviera autorizando tu “última cena”. ¡Chingados! ¿por qué nunca te dicen la neta, cuando te la tienen que decir? ¿por qué los putos eufemismos? (¡pinche nudo que otra vez me atraganta, ahorita que te lo estoy escribiendo!). Por supuesto que no escuchabas nada de lo que decíamos. Pero por mi expresión sabías que eran buenas noticias. El doctor se despidió y dijo que iba a estar todo el tiempo en su oficina (la dirección del hospital), que no dudáramos en llamarlo. La enfermera señaló lo mismo.

1 PM.

Entró la señora que hace el aseo. Se esmeró en trapear. El cuarto olía muy bien cuando terminó. Te dijo que tuvieras fe, que todo iba a salir bien. Casi a punto de dar las dos, llegó otra señora con senda charola de alimentos. Muy bien envueltos en plástico adherible. Por supuesto que no eran platos desechables, como en Tacuba, sino de loza ¡y cubiertos (utensilios) de acero! A los dos nos llamó la atención la cantidad de comida: consomé con verduras y arroz, pechuga de pollo asada, con guarnición de verduras cocidas (chayotes y calabacitas), una rebanada de pan blanco tostado, melón y sandía picados y, lo que nos sorprendió mucho (y casi nos carcajeamos), un vaso como de un litro, de agua de guayaba natural, con popote y todo. Pobrecita de mi Rebe, no alcanzabas a llenarte la mirada con tantos manjares. Tenías hambre y sed. Inmediatamente me dijiste que te descubriera el tazón de consomé. El olor hizo que hasta a mí se me antojara. Calentito, bien cocido, rico. Te lo empezaste a devorar. Te dije que con calma, que a lo mejor te hacía daño comer con tanta prisa. Reflexionaste y bajaste la velocidad. “Eso, te insistí, mastica despacio”. Tomaste el vaso de agua de guayaba y, al pasar el primer trago, tu rostro se iluminó. Créeme que me dieron ganas de llorar por la emoción. ¡Con qué avidez te la empezaste a beber! Apenas pudiste decirme: “Qué rica está”. Te faltaba el aire, por la enfermedad, y porque los tragos de agua te dejaban sin aliento. Me acordé de mi hija, cuando era bebé, que se atiborraba la boca de uvas (no sea que se le fueran a acabar), y ahí andaba con sendos cachetes llenos de bolitas verdes. Luego, ya más repuesta, me dijiste que te cortara la pechuga de pollo en trozos muy chiquitos, porque te costaba trabajo masticar. Hice lo mismo con las verduras. Sonreías, estabas feliz. Me dijiste que ya no ibas a probar más verduras, por lo menos ya no tantas calabacitas porque te podían caer de peso (qué ironía). Pero que sí te ibas a comer la fruta. “Dulce, muy dulce”, me dijiste de la sandía.

2 PM.

Eran casi cuarto para las tres cuando terminaste de comer. Me pediste tu cepillo de dientes, un poco de agua y el famoso “riñón” (acá de color blanco, no azul como en Tacuba). Te esmeraste en asearte. Mientras terminabas, le pasé por enésima vez a la interminable lista de canales de la tele para ver si había algo bueno. Nos llamó la atención una escena en la que Robert De Niro entra a un galerón en ruinas buscando a alguien, iba con su compañero. “Seguro es policía”, dijiste. Cuando, en otra escena, sale el rostro de James Franco (el que recientemente protagonizó “127 Horas”), los dos aprobamos con la mirada y nos quedamos a ver la película, con sus respectivos subtítulos. Se trataba de “City by te sea” (La marca del asesino, La huella del asesino, Herencia de sangre, etc., ya ves cómo acostumbramos a ponerle un sinfín de traducciones a los títulos de las películas extranjeras, que nada tienen que ver con su nombre original), dirigida por Michael Caton-Jones, en 2001, para Franchise Pictures. Creo que nos gustó (aparte de la participación de estos dos grandes actores) porque hablaba de una relación de familia, en este caso de padre e hijo. De Niro, un policía veterano cuyo hijo, James Franco, es drogadicto y está envuelto en un asesinato. Cuando supuestamente el hijo también mata al compañero policía de De Niro, toda la corporación de N.Y. quiere lincharlo en cuanto lo encuentre, sin embargo De Niro va a hacer hasta lo imposible por demostrar la inocencia de su hijo y, en el camino, se hará cargo de su pequeño nieto (de quien no tenía conocimiento), cuando la mamá se lo encarga porque no lo puede cuidar. Todo esto enmarcado en una fantasmal Long Beach.

3 PM.

Estuvimos muy entretenidos viendo la película. En el transcurso, te seguí dando masaje en el cuello, la espalda y los brazos. De cuando en cuando le dabas traguitos a lo poco que quedaba de tu agua de guayaba. La enfermera vino una vez, te tomó los signos vitales, le dio una checada al aparatito de colores, pero nada dijo. Luego entró la señora de la comida y retiró la charola, no sin antes comentar que te felicitaba por haber comido muy bien, que ella creía que pronto sanarías.

4 PM.

Cuando terminó la película me dijiste que tenías la espalda muy adolorida, que querías cambiar de posición, que estabas muy cansada. Te propuse que como no te podías recostar o parar, lo mejor sería que yo te sirviera de recargadera. “Cómo”, me preguntaste. “Me voy a subir a la cama y me voy a sentar en la orilla de uno de los costados, tú también te sientas en el otro extremo y tratamos de pegar espalda con espalda, así el peso de los dos se equilibra y ya no tendrás que hacer tanto esfuerzo.” Sonreíste y dijiste que sí. Al rodear la cama para sentarme en el costado que me correspondía, por segunda vez en el día noté que mirabas hacia el exterior. El sol ya no iluminaba los árboles, pero el cielo aún estaba despejado. Nuevamente percibí esa mirada: melancolía, asombro, serenidad. Después de eso ya no volverías a ver la luz del día. Es seguro que te estabas despidiendo de todo.

5 PM.

En esas estábamos, acomodando nuestros cuerpos, espalda con espalda, cuando entró Nadja y se echó a reír al vernos (unos minutos antes, la enfermera también había hecho lo mismo). Fue directo hacia tí y te abrazó mucho rato. Le dije: “¿Cómo ves las medias tan sexys que le pusieron los médicos?” (haciendo alusión a las mallas elásticas de color blanco que te habían colocado). Nadja soltó la carcajada y te repitió al oído mi comentario. Sonreiste. Yo sólo escuchaba, no podía verlas. Dijo que ella ya había comido, no recuerdo si en casa o con tus papás. Te preguntaba cómo estabas. Me incorporé a la charla y le comenté que tú también habías comido muy bien, pero que notaba que estabas respirando, otra vez, con mucha dificultad y que se te había vuelto a apagar la voz. Supusimos que era porque habías estado despierta la mayor parte del día, pero que en cuanto volvieras a dormir te repondrías. Tú le preguntaste por Mowgli. “Fue a entrenar”, te dijo. A lo que tú, un poco molesta y extrañada le respondiste: “¡¿No fue a entrenar?!”. No habías escuchado bien y entendiste que Mow había desatendido su entrenamiento de danzas chinas por la situación del hospital. Claramente habías quedado con tus hijos que tu enfermedad, y lo que sucediera en el hospital, en nada modificaría su vida normal (escuela, amigos, familia, distracciones), por eso te había extrañado el que Mow no hubiera asistido a su entrenamiento. Aclaradas la cosas, le preguntaste a Nadja que quién había llamado por teléfono a tu casa. Afortunadamente, en los últimos días, las llamadas iban al alza. Nadja te empezó a enumerar una por una las llamadas. Mientras, yo sentía que te faltaba el aire y que estabas perdiendo el equilibrio. Unos segundos antes Nadja había dicho que los labios se te estaban poniendo morados otra vez, que estabas muy pálida y que volvías a sudar.

6 PM.

Le pedí a Nadja que tocara el timbre para llamar a la enfermera. Contestaron en la isla y dijeron que ya iban. En eso tu cuerpo se empezó a ladear, le dije a Nadja que te detuviera mientras yo me pasaba al otro lado de la cama. Te esforzabas por hablar, pero sólo atinabas a balbucear. Corrí justo para cacharte mientras hundías tu cabeza entre tus piernas abiertas, con una elasticidad propia de tus días de adolescente, cuando practicabas artes marciales. La enfermera entró y se puso nerviosa ante lo que estaba viendo. Le pregunté si era conveniente que yo te recostara, me dijo que sí, que estaba bien, pero que debíamos salir de la habitación. Mientras salíamos, un ejército de enfermeras entraba para apoyar a la primera, se escuchaban nerviosas. Cuatro o cinco, era muchas. “¡Salgan!”, nos dijeron casi al unísono. Afuera, en el barandal, Nadja y yo nos quedamos callados, expectantes. Adentro todo era confusión, unas decían, las otras replicaban, unas ordenaban, las otras también. Subió el doctor y casi nos atropella. Se escuchaban aquellas indicaciones que dan en las películas de guerra, cuando atienden a los heridos, “póngale X mm., al 2 x ...”, no sé, indicaciones que sólo ellos conocen. De pronto salen corriendo dos de las enfermeras, escaleras hacia arriba, segundos después bajan con sendos aparatos, también como los que ves en las películas (“resucitadores”, pensé). Instintivamente abracé a Nadja, ella hundió su carita en mi pecho y me apretó con fuerza. Le dije que estuviésemos calmados, que no nos pusiéramos nerviosos, que había que estar atentos para cuando saliera el doctor a darnos indicaciones. Sin embargo, algo me decía muy en el fondo: “Esto ya valió madre.” Como pude tomé el celular y le marqué a Vicky: “Doctora, tiene que venir rápido, Rebe se acaba de poner muy mal. Adentro está el doctor y las enfermeras atendiéndola”. No sé cuántos minutos pasaron, yo estaba temblando y no podía respirar muy bien, Nadja sollozaba, cuando salió el doctor y preguntó por Vicky. Le dijimos que ya venía en camino, que no tardaba. A los segundos llegó ella y se metió directo al cuarto. Estuvo unos minutos charlando con el doctor y salió llorando. Detrás de ella, el doctor la apremiaba: “Tienes que decirme qué hacemos. Por el momento está estable, la hemos entubado, pero urge tomar una decisión. Es incierto cuánto tiempo más puede vivir. Creo que lo mejor sería que la descontectáramos, ahorita que está inconsciente, que está dormida.” Vicky lloraba, no sabía qué decir. Tu papá (Don Alberto, quien se había unido unos segundos antes) le pedía que se calmara. Vicky se volteó a vernos como pidiendo apoyo. Casi sin poder hablar por la emoción, le dije: “No le pregunte a ella (a Nadja), es una niña, la familia es la que debe decidir”. Vicky le dice al doctor que debía consultarlo con toda la familia. Para empezar faltaba Mowgli (el hijo mayor). Le pidió unos minutos más. Vicky nos dijo que iba a bajar a hacer llamadas, que nosotros tratáramos de hacer lo mismo. Había que convocar a todos y era urgente. Nadja y yo nos sentamos, recargados en el barnadal. Salieron unos pocos mensajes del celular de Nadja y del mío, se acabó nuestro crédito (ya sabes, cuando más necesitas del servicio, zas, se te agota el pinche crédito). Buscar a los demás me distrajo un poco, pero me estaba cagando de miedo y de preocupación. En eso sale el doctor y vuelve a preguntar por Vicky. Le decimos que está abajo apurando a toda la familia para que llegue al hospital. “No es necesario, dice, ya no está con nosotros.” Nadja y yo no atinamos a decir nada. Nos quedamos mudos. Si nos hubieras visto, nos habrías propinado un par de buenas cachetadas para que reaccionáramos. “Cómo, le pregunta, Nadja. Pero si nos había dicho que estaba estable”. “Su corazón no resistió, explica el médico, un paro cardíaco fulminante.” Nadja se desmorona, medio se desmaya y la sostengo para que no ruede por el piso. Le pido que reaccione. Vicky sube y nos ve. Voltea con el doctor y al ver su expresión suelta a llorar amargamente. “Por qué, dice, por qué me haces esto, Rebe.” Yo no puedo llorar, estoy tratando de asimilar la noticia, de reanimar a Nadja y de poner atención en lo que dice el doctor y en lo que cuestiona Vicky. Don Alberto (tu papá) sube las escaleras, ecuánime como siempre (en todo el tiempo que estuve con tu familia únicamente lo vi llorar una vez, en el hospital). Abraza a Vicky y le dice cosas al oído que no alcanzo a escuchar. Las enfermeras salen, una por una, con cara de tristeza. Abrazan a Vicky, a la compañera, y lloran juntas. Van sacando todos los aparatos que habían bajado durante la emergencia, cabizbajas. El doctor le dice a Vicky que va a estar en su oficina preparando los documentos de defunción. Los familiares de los otros hospitalizados, vecinos de tu cuarto, nos miran con pena. Se repite constantemente la paradoja y el círculo de la vida: en la habitación de al lado una mamá recién había tenido a su bebé (de quien se escuchaban sus llantos) y tú, en el otro cuarto, abandonabas este mundo. Pensé en la reencarnación, pero no le presté demasiada atención. Vicky entra al cuarto, junto con tu papá, yo espero unos minutos más a que Nadja se termine de recuperar. Escucho voces abajo, en la recepción, es tu mamá y algunos de tus hermanos que llegan. Tu papá también se asoma atraido por el ruido. Tu mamá apenas puede subir las escaleras, se detiene en el descanso, alza la mirada y ve el rostro de tu papá que lo dice todo. “Sube”, le apremia don Alberto. Tu mamá suelta en llanto y apenas alcanza a decir: “Ya para qué”. Nadja y yo nos levantamos del piso. Creo que Saúl pregunta: “pero, por qué”. “No lo sé, intervengo. Ella había pasado la mañana muy bien.” Empiezo a contar todo, y justo cuando entro en detalles de la comida (de tu última cena), me suelto a llorar. Tu mamá me toma el brazo y me da las gracias, lo mismo que tus hermanos (en las horas siguientes, me causa un poco de curiosidad el porqué la mayoría de tus familiares me agradecen el haber estado contigo. Incluso Nadja, adentro del cuarto, me da las gracias por haberte querido. ¿No hubieras hecho tú lo mismo por mí? ¿Que no se supone que los amigos están contigo en las buenas y en las malas? No sé, quizá el entrenamiento en hospitales que tuve con Dulce, con mi amigo Héctor, y las dos últimas veces con Miel, han hecho que el procurar a los demás, lo tome como algo natural. Pero, insisto, tú predicabas con el ejemplo). Todos entran al cuarto, incluso Nadja. Prefiero esperar afuera. La adrenalina ya bajó, me siento débil, cansado, me duelen los brazos y las piernas. Un par de enfermeras llegan y piden a todos salir unos momentos porque van a preparar tu cuerpo. Tu familia baja a la recepción. Yo no. Quiero entrar a verte. “Ya puede pasar”, me dicen. Estás recostada, todavía con tu bata de hospital puesta, una sábana te cubre hasta el pecho, los brazos los tienes extendidos hacia ambos costados. Me acerco y veo que no tienes cerrados completamente los ojos. Instintivamente termino de bajar los párpados. “Descansa”, pienso. Hasta ahora no entiendo por qué lo hice, pero alcé la mirada hacia una de las esquinas del techo de la habitación, la sur me parece, y te dije adiós con la mano. Luego crucé tus brazos sobre tu pecho. Tus dientes, tus fuertes dientes asomaban por tus labios. También intenté varias veces cerrar por completo tu boca. Acomodé tu pelo y te dije: “Debes verte bien.” Luego eché un vistazo al cuarto, todo revuelto.

Para qué te digo que no, si inmediatamente me puse a ordenarlo. Alcé las jeringas y frasquitos tirados en el piso, el algodón debajo de tu cama, enrollé todos los tubos y cables de los aparatos. Abrí completamente las cortinas y la ventana del baño. Acomodé las charolas de las medicinas en su lugar y me senté en el sillón, frente a ti. Hundí la cabeza entre mis manos y recé, recé un buen tiempo pidiendo por la trascendencia de tu alma. Tocaron a la puerta, era Nadja, la veo un poco más tranquila. Pasa a revisarte, me dice que todavía estás caliente, se hinclina sobre tu pecho para escuchar. Nada. Le digo que finalmente ya estás descansando, que no se preocupe, que todos vamos a ver por ella y por Mowgli. Ahí es cuando me agradece por haberte querido. No respondo. Sólo dibujo una tenue sonrisa. Entra Vicky y tu papá. Le preguntan a Nadja por Mowgli, ella dice que está a punto de llegar. Entran dos enfermeras para avisar que tiene que cubrir el cuerpo, amortajarlo, porque la ambulancia está lista para llevarlo a la funeraria. Vicky les pide unos minutos más porque el hijo mayor está por llegar. Salimos del cuarto y a los segundos sube Mowgli, corriendo por las escaleras. Abraza a Nadja y le dice algo en voz baja. Días después supe que le había preguntado: “¿En qué habíamos quedado?” El retraso de Mow se debió a que él y Roberto ya venían en camino, venían con buen tiempo, pero se regresaron por tus papeles para que el doctor preparara los documentos de defunción. Ya estando en casa, reflexionaron en que debían ir en ese momento a la funeraria para tramitar tu estancia. De no haberlo hecho, la verdad es que no tenías a dónde haber llegado. Además no ibas a poder salir del hospital sin que se hubiera tramitado tu acta de defunción. Mow estuvo un buen rato contigo. Salió y se veía igual que como había entrado: serio, pero atento. Creo que la única vez que lo vi llorar fue en la funeraria, el lunes por la tarde, cuando llegaron sus compañeros de la escuela y la que actualmente es su novia, Jessica. Por cierto, ibas a estar muy orgullosa de tu nuera; además de guapa, y del tamaño de Mow, me dicen que es muy buena onda y apoya mucho a tu chico. Espero que Mow vaya a estar a la altura de las expectativas. Las enfermeras dijeron que la ambulancia estaba lista, que debíamos despejar el área para que los camilleros trasladaran tu cuerpo hacia el estacionamiento. Todos bajaron, menos yo, quería estar presente cuando salieras del cuarto. Dos camilleros jóvenes se presentaron, entraron al cuarto y te colocaron en la camilla con ruedas, amplia, en buenas condiciones. Te cubrieron con una bolsa, como las que también salen en las películas de guerra, ahora no recuerdo el color, creo que era negra o café oscuro. Se enfilaron rumbo al montacargas y desaparecieron. Me quedé solo en el pasillo, entré una vez más a la habitación por mi mochila, di un último vistazo y bajé.

En la calle todos se estaban organizando para dirigirse a la Funeraria del ISSSTE, cerca de tu casa y de la casa de Roberto, en Schultz. Yo no sabía a qué grupo unirme, finalmente me dijo Roberto que me subiera a su coche. Adentro estaba una amiga suya, de muy buen trato, por cierto. Mientras Roberto se despedía de los demás, ella y yo permanecimos callados. Ya en ruta, Roberto me dijo que debíamos pasar por tus papás, a su casa, dio varias vueltas por calles exactamente iguales (hasta pensé que dábamos círculos). Finalmente llegamos. Durante el trayecto me dio las gracias por haber estado contigo en las últimas horas. Le dije que no tenía nada que agradecer, que más bien, a partir de ese momento debíamos estar al pendiente de Nadja y Mow (cosa que hemos hecho, no te procupes). Bajó por tus papás y nuevamente nos quedamos solos, la amiga de Roberto y yo. Ella fue la que inició la charla, dijo que qué pena que hubieras fallecido tan joven, que ella sabía lo duro que era perder a un ser querido. Me contó que recientemente había fallecido alguien de su familia (no recuerdo a quién se refería, pero sí era importante). Le estaba contando cómo habías pasado la mañana, cuando salieron tus papás y Roberto. Tu papá y la amiga de Roberto se pasaron atrás, junto a mí. Me hice todavía más chiquito para que todos cupiéramos. Nuevamente en ruta hacia tus rumbos. La noche era muy fría, yo estaba muy cansado. Por el vidrio de mi ventanilla pasaban las luces ámbar del alumbrado, una, otra. Mi mirada no se enfocaba en ninguna parte. Atravesamos un bordo, no sé si de una vía del tren, pero justo enmedio había una pequeña capilla, un nicho más bien, como los que hay en todas las colonias populares del D.F., techado y todavía con luces y adornos de la pasada Navidad. Me quedó enfrente, mientras esperábamos el “siga”. Voltee a ver la imagen de la Virgen de Guadalupe, unas lágrimas me escurrieron al pedir por el descanso eterno y la trascendencia de tu alma. Recordé que en diciembre pasado fui a verla, como todos los años, y rogué por tu salud. Esa mañana, muy temprano, me había concentrado muy bien en la misa, mucho, lloré al escuchar la homilía que hablaba de la matanza de niños en las épocas de Herodes. Pensé en nuestros hijos, en lo que todavía van a vivir, y recé por tí.

Tú no creías en ninguna religión o deidad. Una vez te lo pregunté y me lo confirmaste. “¿Ni en alguna energía o poder indescriptible que haya creado el universo?”, te insistí. Nada más movías la cabeza en señal de negación. Sigo respetando tus convicciones, pero me dolería mucho que después de la muerte no hubiera nada, sólo la oscuridad. Saber que todos los argumentos que la humanidad ha creado para darle una respuesta a la posibilidad de continuar después de la muerte, sólo sea un pretexto al cual asirnos para no ahogarnos en nuestras propias dudas y temores. Lo que sí te digo (y ya te lo había escrito) es que me dejas una nueva enseñanza: no tenerle miedo a la muerte. Nunca, en todo este doloroso proceso, te escuché decir que tenías miedo de morir, o preocupada por la incertidumbre. Tu valor fue tal que incluso resististe estoicamente tu encierro de casi tres meses en Tacuba, tú que eras claustrofóbica. Nunca escuché quejarte por tu reclusión. Siempre nos recibías con una sonrisa y decías que sí a todas las recomendaciones de los médicos y a nuestras propias recomendaciones. Eres mi ejemplo y creo que eres ejemplo para la mayoría de los que te conocieron. Han pasado cinco meses desde que nos dejaste, poco a poco va desapareciendo de mi mente, la última imagen que tengo tuya, la que no me gusta. Empiezan a venir los recuerdos de una Rebeca plena, dinámica, comprometida con la vida, como todos te queremos recordar.

El tiempo es sabio y todo lo cura; además me queda el consuelo de lo que Miel me dijo al día siguiente del sepelio: “No te preocupes, pá, ahora vas a tener un angelito personal que siempre te va a estar cuidando.” Eso espero, y además poder estar contigo, y todos mis seres queridos en la gracia perpetua, cuando llegue mi tiempo.
Al rato te veo.





1 comentario:

Tico Orozco dijo...

Querido Alex que extraordinario homenaje, te mando un abrazo con el cariño de siempre.